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Do el P. Maria-Antonio del peso de los sufrimientos Desde el día en que empezó su apostolado, se hizo el consolador de los enfermos, de los afligidos, cargando con todas sus miserias y sinsabores, cuyo triste recuerdo no se apartaba ni un momento de su sensible corazón, acompañándole por todas partes. Se consumia al perpetuo contacto de los dolores del prójimo, que llegó a sentirlos como propios, acumulándose de este modo tal carga de miserias y sufrimientos sobre sus espaldas, que, según confesaba él mismo, fueron causa de los destrozos que en su cuerpo, todavía robusto, empezaba ya a sentir. «He llevado tanta carga—decía —que mis espaldas se han encorvado. Mi vida es un continuo martirio» repetía aludiendo a las muchas miserias que venían a contarle y a las cuales no podía socorrer su tierno y compasivo corazón. Mas no es esto sólo. A los sufrimientos, que la contemplación de las ajenas miserias le proporciona- ban, hay que añadir los que él mismo se imponía. No le bastaba el exacto cumplimiento de los votos: la misma Regla Seráfica, tan austera de suyo que hubo Cardenales que no quisieron aprobarla por parecerles que no había sobre la tierra hombre alguno que pudiese sobrellevarla, la encontraba todavía dema- siado dulce. Sentía necesidad, verdadera hambre de padecer, de añadir a su vida penitente mil austeridades propias, que no pudo siempre ocultar a los que le observaban. Hubiérase dicho que, a fuerza de mortificarse, había perdido la sensación del dolor; tan poca era la impor- tancia que daba a su pobre cuerpo. Predicando en Puylaurens una misión, durante el

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