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251 — menudo se le oía cantar, aludiendo al Crucificado: «Cuando tiemblo me protege, cuando sufro me con- suela y cuando lloro me alegra,» Todo predicaba en él la cruz: su hábito remendado, su rostro seco y macilento, sus pies desnudos, su voz, con frecuencia agotada por la predicación, su vida austera y penitente; todo, en una palabra, concurría a darle cierta semejanza con el Crucificado, sin que por esto disminuyera en lo más mínimo su carácter siem- pre abierto y alegre, pues había tomado por divisa y norma de su vida «sufrir amando, amar sufriendo y morir cantando». ¡Cuántas veces tuvo que sufrir persecuciones, reproches, humillaciones y desprecios! No era sola- mente el diablo el que se los enviaba, como solía decir él mismo con su típico lenguaje. Esto lo hubiera encontrado él muy natural, y fácilmente se hubiera consolado de ello, sino que, como sucede de ordinario, le vinieron de aquellos mismos hacia quienes más veneración y amor profesaba, Y no nos debe admirar, porque ¿no es por ventura ésta la herencia de todos los santos y el privilegio de todas las almas grandes, de todas las vocaciones extraordinarias? A veces ni los sacerdotes, ni los obispos, cuyas diócesis evangelizaba, le perdonaron las críticas más acerbas y manifestaron hacia él opiniones muy otras de las que formaban los pueblos, que veían el trabajo inmenso del apostólico misionero. A veces fueron los mismos superiores de la Orden, los que se creyeron en la obligación de someterle a ciertas pruebas y humillaciones, para convencerse cada vez más del espíritu verdaderamente sobrenatural que guiaba sn y É 118 14H PIJA 11 A Y 4 11 A TARO ul ' .e ” A vo EN ] mi pi Ei A
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