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Do bi vii + pi 948 hombros por los jóvenes más robustos de los pueblos, la veía levantarse en el espacio, para quedar como memorial perenne de las gracias recibidas en aquellos días de bendición! ¡Con qué entusiasmo la hacía acla- mar por las muchedumbres! ¡Con qué acentos de arrebatadora elocuencia cantaba sus glorias! ¡Ah! no era sólo su boca, era todo su corazón y toda su alma de santo quien hablaba en aquellos momentos, No es por lo tanto de extrañar que, después de tan fervorosas alocuciones, se arrojasen las multitudes hacia él para tocar su pobre sayal, para besar su cru- cifijo, más aún, para cortar a ocultas trocitos de su hábito que eran considerados como verdaderas reli. quias, pues estaban persuadidos de que solamente un santo podía hablar como él hablaba, solamente un santo podía conmover las almas tan profundamente como él las conmovía y abrasarlas a todas en su amor. Jamás quiso desasirse de su crucifijo de misionero en el cual había ido incrustando todas las medallas de su devoción. La imagen se hallaba gastada por los besos de innumerables pueblos, que en ella habían estampado sus labios, pues el santo Capuchino tenía costumbre de presentarla a todos, a los niños como a los adultos, a los ricos como a los pobres, siendo ésta la táctica que empleaba, con gran naturalidad, para llegarse y saludar a las gentes. Por todas partes se le veía con su crucifijo en la mano, de modo que su vida era una predicación continua del Crucificado. En cuanto a él, no le bastaba con llevar uno de continuo sobre su pecho, sino que llevaba también otro sobre sus espaldas. He aquí cómo: Poco después de su llegada a Tolosa, le dieron un
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