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— 246 — pre estaban prontos a desacreditar a su temible adyer- sario, no osaron jamás manchar su buen nombre con maliciosas insinuaciones. El P, María-Antonio era invulnerable en la castidad. La menor calumnia de este género lanzada contra él hubiera carecido de sentido, hubiera chocado como choca lo inverosímil y lo ridículo. Así es que el odio de sus enemigos veíase desarmado, y pudo salir de este mundo sin que llegara a conseguir el demonio proyectar la más leve sombra en el resplandeciente y grandioso cuadro que forma su larga vida de Misionero. Nada extrañará esto a cuantos le vieron trabajar y conocían su extremada reserva, su prudencia en las múltiples y variadas relaciones que mantenía, al mismo tiempo que su energía de hierro y el encarni- zamiento con que maltrataba su cuerpo. A María, a quien amaba con ternura, debió ciertamente la gra- cia de conservar intacto el brillo de la santa. pureza, dando de él sus confesores, y en especial el que cuidó de la dirección de su alma en los últimos años de su vida, este testimonio, que encierra la mayor alabanza que se puede decir de una criatura que ha peregri- nado por el mundo: «El P. María-Antonio ha ido a la tumba con la inocencia bautismal, sin que su cuerpo haya conocido la menor mancha.»

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