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- 4 — No queremos decir con esto que no se alegrase de los triunfos que obtenía, pero se alegraba, no por su propia persona, a la que miraba con el mayor despre. cio, sino por la gloria de Dios, que era lo único que ambicionaba su corazón en este mundo. Cuando joven, si veía en los fieles una devoción indiscreta hacia él, les reprendía con severidad, llegando cierto día hasta coger una rama de árbol para tener a raya a algunos importunos que se le acercaban demasiado; mas, en los últimos años, se había hecho ya más indiferente, y si le cortaban trozos de su hábito o de su manto, les dejaba tranquilos, contentándose con sonreir y levan- tar dulcemente los hombros. Esta humildad era tan ingenua, tan natural, tan en armonía con el carácter del santo Religioso y con todas las virtudes de la vida cristiana, que, por poco que se le tratase, saltaba inmediatamente a la vista sin que el santo Misionero lo pudiese remediar. Con la humildad brillaba en él la obediencia, prac- ticándola cuanto podía practicarla un Religioso a quien los superiores, por reconocer en él una vocación especial, dejaban cierta libertad en el obrar.—«Pero, ¿qué Regla sigue usted, si no está nunca en el Con: vento?»—le preguntaban algunas veces.—«Mi Regla es la de San Pablo, con la que está muy conforme la de San Francisco.» De hecho, amaba su Regla Fran- ciscana con verdadera pasión, siendo ella el libro de sus frecuentes lcturas y practicándola en todo lugar cuanto le era posible. Su caridad fué tal, que jamás salió de sus labios ni una crítica, ni una murmuración, nada en fin que pudiera lacerar en lo más mínimo el buen nombre de

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