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243 ES Oyese, de repente, el silbido de la locomotora y el tren ESTI aa se pone en marcha. »Había tomado ya bastante velocidad cuando entramos los dos en el andén. Apenas aparece el Padre María-Antonio y le ven los empleados, dan una señal y el tren se detiene. Sobresaltados los viajeros de tan brusca parada, asoman con ansiedad sus cabe- zas por las ventanillas, temiendo hubiera sucedido alguna desgracia. Pero no...—Era el P. María-Anto- nio. —Su nombre corrió como reguero de pólvora por los departamentos y todo quedó explicado. Ya nadie se admiraba de la inesperada contraorden del jefe de la estación, y una multitud de portezuelas se abrieron al mismo tiempo para recibir al anciano Capuchino. —Conozco bien a estos bravos empleados—decía pater- nalmente el Misionero.—Yo los he casado, yo he tra- bajado para colocarlos aquí. ¡Cuántos de ellos aprove- chan mi paso por la estación para confesarse!» La humildad es hermana de la pobreza. No nos debe extrañar, por lo tanto, que, poseyendo en grado lí heroico esta virtud tan característica de los hijos de 1 San Francisco, resplandeciera en él con dulce brillo la NN humildad de los Santos, esa humildad verdadera que PARA nada tiene de repulsivo. Acostumbrado desde su niñez a considerarlo todo como venido de la mano de Dios, Ñ se olvidaba por completo de sí mismo, sin que llegaran jamás a envanecerle los elogios, las alabanzas y las demostraciones de admiración que le dirigían los pue- blos, por grandes y extraordinarios que fuesen sus triunfos. «Lo mismo hubiera asistido a la apoteosis de su gloria que a las lúgubres ceremonias de sus fune- rales» —dice uno de sus biógrafos.
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