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— 242— Catholique lo consideraba como una reminiscencia de los tiempos apostólicos, mientras los vecinos del Con. vento le llamaban, con mucha gracia, «el automóvil del P. María-Antonio». Allí iba el Apóstol de Francia, sentado sobre una tabla, bajo la cubierta de caña, y de allí salía, con la mayor naturalidad del mundo, para presentarse a los Prelados y a los más encopetados personajes, que quedaban profundamente edificados a la vista de tanta sencillez y pobreza. Era un verdadero milagro el que aquel carro, tirado por una vieja borriquilla, llegase a tiempo a los trenes, tanto más cuanto que el viajero solía perma- necer hasta el último momento ocupado en algún negocio urgente o recibiendo visitas. No obstante, hemos de confesar que los empleados de la estación tenían para él una bondad sin límites y le guardaban consideraciones que les exponían muchas veces a serias responsabilidades, como se ve en el siguiente caso: Habíale acompañado cierto día a la estación Mr. Blandeau, hermano de uno de los Religiosos del Convento de Tolosa, cuando he aquí que vuelve al poco rato al Convento, muy emocionado y como fuera de sí, repitiendo sin cesar: «¡Esto es increíble! ¡Ni aun viéndolo, hombre, ni aun viéndolo! Miren ustedes, llegamos a la estación en el mismo momento en que iba a partir el tren.—Dése prisa, P. María-Antonio —le gritaban de todas partes los empleados—dése prisa, que ha pasado ya la hora y va a perder el tren.» Pero el P. María-Antonio, calmoso, impasible, no ace- leraba el paso. Entró en la sala de espera. Yo le acom: pañaba, instándole a que se apresurase un poco.
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