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239 por el uso, y todo él, a causa de las muchas notas, pa- peles y apuntes que contenía, había tomado la forma de un pesado cilindro, cubierto de un paño raido y amarillento. Fué para él un verdadero sacrificio cuando, en 1889, habiendo aparecido una nueva edición, algún tanto modificada, se vió obligado a abandonar aquel Brevia- rio, que carecía de los santos últimamente canonizados y cuyos caracteres, demasiado pequeños, empezaban, por otra parte, a fatigar su vista. Pero volvamos a entrar en la celda del P. María- Antonio, verdadero arsenal donde se iban amonto- nando las armas que tanta guerra hicieron al demonio durante más de medio siglo. El valeroso soldado entraba de vez en cuando en ella para tomar algún reposo, y no hallaba para su fatigado cuerpo sino una miserable cama, compuesta de tres tablas, un jergón muy delgado cuya paja jamás se había movido, una sábana áspera y remendada y una o dos mantas, las más inservibles de la casa. Bien poco le bastaba en verdad, pues su descanso era corto: apenas si llegaba a dos horas cada noche. Una vieja palmatoria de hoja de lata, recuerdo de su primera entrada en Tolosa, sostenía la pobre bujía que le alumbraba; la sujetaba como podía en su almohada de paja, y encogido en cuatro dobles sobre la cama, convertía sus rodillas en pupitre. Era la hora de su correspondencia, hora robada al descanso de que tanta necesidad tenía, con el fin de poder dedicarse más libremente, durante el día, a las ocupaciones del santo ministerio y a la visita de enfermos. Jamás quiso hábitos nuevos; solamente tuvo uno
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