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samente en eso la extraña fecundidad de su apostolado. La actividad del P. María-Antonio, que no le dejó descansar ni un momento tan sólo durante toda su vida, haciéndole cumplir tan sobreabundantemente con su ministerio, nada tiene que ver con lo que ordi- nariamente se llama actividad natural. Nada de fie- bre, nada de precipitación, nada de sobresaltos ni de acometidas extemporáneas; siempre reinó en él la paz, la calma, la constancia nunca interrumpida en el obrar. Absorto en mil negocios diferentes, a todos acudía, de todos se ocupaba, como si no tuviera otra cosa que hacer. ¿No es, por ventura, éste el carácter del verdadero celo del hombre que tiene posesión de sí mismo y que no obra sino a impulsos de la gracia, siempre ordenada y siempre constante? Así es que en sus múltiples y variadas ocupaciones brillaban una regularidad y una energía sobrehumana, cuyo secreto estamos muy lejos de conocer. «No hagas las cosas a medias—le había escrito el señor Izac enlos primeros meses del noviciado—si has de ser Religioso, sélo de verdad, pues, de lo con- trario, más vale que no lo seas», y el P. María-Anto- nio no era hombre que se detuviera en medio del camino. Fué un verdadero Religioso. Una vez entre- gado a la vida religiosa, fué tan completo su sacrificio que jamás volvió a poseerse. En la pobreza, esa joya tan característica de la Orden Capuchina, fué asímismo extremado. Jamás hubo celda de Capuchino más pobre que la suya. No había en ella ni un rincón disponible para trabajar; su mesa estaba llena de mil cosas, amontonadas en aparente desorden. Entre la llegada y salida de dos

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