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— 234 — actitud y, ala verdad, no dejó de infundirme algún recelo. Amigo—le dije acercándome a él con cuidado, —es necesario ir a comer; todos los demás han mar. chado ya; vaya usted también, pues de lo contrario no va a tener tiempo para volver a la ceremonia de la erección de la cruz. Entonces, aquel buen montañés salió de la iglesia, diciéndome con naturalidad encan. tadora: «¡Me da tanto gusto el ver rezar a ese hombre!» Todo el mundo sentía la misma satisfacción, admi- rando la energía de aquel anciano, todo encorvado, que durante tantas horas podía sostenerse de rodillas, El vigor de su alma era quien mantenía inmóvil aquel cuerpo que se desmoronaba, y mientras sus ojos se dirigían del libro al Tabernáculo, donde quedaban fijos y absortos por largo tiempo, sus espaldas se endere- zaban con un movimiento lleno de energía. Hubiérase dicho que su cuerpo, completamente debilitado, quería seguir los vuelos del espíritu y lanzarse al espacio, Su cabeza, sin que hubiera en ello la menor afectación y como por un efecto natural de la edad, había ido inclinándose poco a poco hacia los hombros, lo cual ayudaba a darle, mientras oraba, una expresión de súplica muy particular. El tono de su voz, en las oraciones vocales, impre- sionaba asimismo en gran manera a cuantos le escu: chaban. Cuando las decía desde el púlpito, ya fuera en las Misiones, ya en Lourdes, su acento se hacía cada vez más penetrante, rezando el Padre nuestro y el Ave Marta con una pausa, una gravedad y una unción tan especial, que movía a devoción aun a los más distraídos. Sus ojos cerrados, su alma toda absorta en la contemplación, la frente iluminada por un

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