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099 _— Jg actos de amor, para oir la voz de su Maestro, para pedirle almas que salvar. A menudo, las iglesias eran frías, el viento penetraba silbando por sus mal cerra- dos ventanales, las paredes y el suelo húmedos. Enton- ces el Misionero, embozado en su pobre manto, ocultá- base en un rincón del templo y permanecía inmóvil, luchando, gracias al fuego interior que le abrasaba, con el frío de la estación y del lugar, hasta que llegaba la hora de predicar. A la iglesia volvía también durante el día, para rezar el oficio divino, haciéndolo con tal pausa y aten- ción, a juzgar por el tiempo que en decirlo empleaba, que daba a entender bien a las claras el exquisito cui- dado con que alimentaba su inteligencia y su corazón en el trato con Dios. Sin embargo, jamás se supo que lo repitiese, porque su alma, excepcionalmente grande, se vió siempre libre de los escrúpulos, empleando con el Señor la misma afectuosa libertad, la misma sua- vidad y dulzura que tanto llamaba la atención en su trato con los hombres. Uno de sus compañeros de misión escribe lo siguiente: «Todos los días, a eso de las cuatro de la tarde, acostumbraba rezar el Breviario, arrodillado sobre las gradas del altar. Lo mismo solía hacer los domingos, antes y después de los oficios parroquiales. En Charroux—creo que era el último día de la misión, —después de la Misa mayor, se arrodilló el Padre,como de costumbre, ante el altar. Mas he aquí que, al salir yo de la iglesia, veo en uno de los rincones, oculto entre la obscuridad del templo, a un hombre que, puesto de pie, acechaba con su vista al Misionero. No era la primera vez que le sorprendía en semejante

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