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— 29 -— marse en la acción de gracias, al lugar que le corres. pondía en el coro, donde g« neralmente se encontraba solo en aquellos, para él, preciosos momentos, y alli, libremente y sin testigos, derramaba toda su alma en la soledad, dejando escapar, de vez en cuando, un sus- piro, un gemido penetrante, lleno de estremecimiento, como chorro de fuego salido de un horno encendido. Durante largo tiempo permanecía inmóvil, extático, en tierna comunicación con Jesús, y conservaba todo el día aquel dulce recogimiento, sin que hubiera ocu- pación alguna que bastara. a apartarle de la presencia de su Dios. Cuando se hallaba predicando fuera del Convento, postrábase después de la Misa ante el altar y, apoyando en él su cabeza, quedaba abismado en la acción de gracias por largo tiempo; si, por casualidad, le llama- ban al confesonario, corría a socorrer al alma que le esperaba y volvía de muevo a ocupar su puesto de amor. En las parroquias donde predicaba, era el primero en ir a la iglesia, aun antes que los campaneros y sacristanes, y con este fin hacía que le entregasen todas las noches las llaves del templo, para empezar bien de mañana sus oraciones y postraciones. ¡Cuántas veces creyeron los fieles ver un fantasma, cuando al entrar en la Iglesia, entre la suave obscuridad de la naciente aurora, surgía ante ellos la demacrada silueta del Misionero, ora de pie cerca de un pilar, ora arro dillado en un reclinatorio, o, lo que era más común, prosternado ante el altar! ¡Allí se encontraba, hacía dos o tres horas, al pie del Tabernáculo, dirigiendo ardientes miradas al Dios de la Eucaristía, para hacer
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