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231 común con sus hermanos, cantaba con ellos Prima y Tercia y permanecía en el Coro, retardando con fre- cuencia hasta las ocho de la mañana la celebración de la Santa Misa, para poder prepararse con más fervor. ¡La Misa del P. María-Antonio! ¡Ah! Era éste un espectáculo edificante, conmovedor, «No puedo asistir a ella sin llorar», decía un fervoroso católico de Tolosa. El santo Religioso, a pesar de su edad ya avanzada, dirigíase al altar con paso rápido y seguro; los orna- mentos sacerdotales, naturalmente abandonados sobre sus encorvadas espaldas, plegábanse sin elegancia en su cintura; mas nadie fijaba la atención en tales minu- cias, porque había allí algo superior que la mantenía por completo fascinada. La estatura del venerable anciano parecía agrandarse en aquellos momentos, su rostro se iluminaba, sus ojos brillaban con misterioso resplandor, y el público, todo conmovido, esperaba con impaciencia a que hiciese la señal de la cruz, para empezar las palabras del Introito. ¡Con qué acento las pronunciaba! Su voz resonaba lenta, majestuosa, acentuando las sílabas, dando a las frases, sin llegar a la declamación, su propio signifi- cado, y haciendo pasar al alma de los oyentes los sen- timientos de fe, confianza, contrición y amor que en ellas se encierran. Las ceremonias se sucedían con una majestad imponente. De vez en cuando, elevaba su voz, como para exhalar un suspiro, y volvía sus ojos hacia la Sagrada Hostia con una expresión de ternura inefable. Terminado el santo sacrificio, con rapidez suma, cual si debiera acudir a preciosa cita, despojábase de los ornamentos y salía de la sacristía, para ir a abis-
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