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007 Lil los fogoneros del fuego eterno. Un marino de edad va avanzada, que le estaba escuchando, permaneció mudo sin responder palabra, pero algunos momentos después, yo mismo le vi—dice un testigo—subir al puente del barco y preguntar: «¿dónde está aquel bar- budo? Le voy a abrazar, y después quiero que me con- fiese. Hace poco me ha dado a besar el gran Cristo que lleva en el pecho y desde entonces no sé lo que me pasa; me tiene cogido el corazón como con unas tenazas». Al llegar a Roma, se detuvo la peregrinación para visitar la Basílica de San Pedro, que pudo ver de nuevo a los peregrinos de la Francia penitente reuni- dos bajo sus bóvedas, rodeando a la cruz que con tantas lágrimas habian llevado sobre sus espaldas por las calles de Jerusalén, No hay costumbre de predicar en aquella inmensa basílica de naves tan espaciosas y bóvedas tan eleva- das, donde se pierde sin hallar eco la voz mejor tim- brada y, además, porque ¿qué podría decir la lengua del hombre, ante la majestad de aquel edificio, ante el sepulcro de San Pedro, en la Catedral del mismo Papa, el único de quien se ha dicho con verdad os orbi suffi- ciens...? No obstante, el corazón del P. Maria-Antonio supo encontrar acentos adecuados a las circunstan- clas, acentos que penetraron profundamente hasta conmover el alma de los peregrinos. «¡Sólo Dios es grande!»—exclamó.—«El grandor de este templo, el más amplio del mundo, el grandor de esa cúpula inmensa, el grandor de este púlpito más brillante que el sol, todo cuanto de grande se encierra bajo estas bóvedas, todo, hasta el grandor de Roma, señora del universo, se sienten anonadados ante la ¡Ni Ñ IRE PUE
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