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Después de Lourdes, que forma, por decirlo así, los santos lugares de Francia; Asís, que constituye los santos lugares de la familia franciscana, y Roma, que es la capital del mundo católico, no le faltaba a nues. tro Misionero más que visitar la Palestina, Belén, el Carmelo, el Tabor y el Calvario, que son los santos lugares de la cristiandad. Por aquel entonces, los Padres Agustinos de la Asunción, cuyo admirable celo no retrocedía ni aun ante las mayores dificultades, acababan de lanzar por Francia la idea de una peregrinación nacional a Tie- rra Santa, secundada por «La Croix» y «Le Pélerin», que se encargaron de difundir por todas partes el grito de «¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! ¡Vayamos a Jerusalén!» Aquello era una cruzada pacífica de nueyo género, cuya finalidad no era obtener la libertad de los Santos Lugares, sino la salvación de Francia. ¿Po- dría faltar en ella «Pedro el Ermitaño», el gran monje del siglo x1x, el P. María-Antonio? No obstante, él, hijo de obediencia, como siempre, escribía por aquellos días a los que le importunaban para que pidiese la au- torización. «No quiero pedir nada. Ni lo he hecho ni lo haré.» Pero los organizadores reclamaban con ins- tancia su cooperación activa e insubstituible; una seño- ra de Burdeos le pagaba el viaje, y los Superiores, no pudiendo resistir a tan justa demanda, que no podía menos de resultar en gran provecho de las almas, le enviaron la obediencia. Las muchas relaciones que se han escrito de aque: lla primera Peregrinación, que bien pudiera llamarse Peregrinación de penitencia, pues fué la más heroica de todas a causa de las deficiencias, que no pudieron
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