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— 219 hacina en desorden una multitud de judíos abigarra- dos, sucios, de torva mirada, y donde abundan los comercios de ropas y muebles viejos, Apenas me vieron, acercáronse algunos instándome a que les com- prara alguna cosa.—«No, no—les respondí, —no son yuestras telas ni vuestros muebles los que me preocu- pan, sino vuestras almas, que yo quisiera salvar para que fuerais felices.» Y mostrándoles mi crucifijo de Misionero les dije a cuantos me rodeaban: ¿No queréis amar a este Dios tan bueno? ¿Cómo esperáis todavía al que vino hace ya 2,000 años y murió por vosotros? ¿Por qué no amáis a la Santísima Virgen, que es tan buena? »Al oir estas palabras, que procuré acompañar con una sonrisa para que sus corazones se abrieran a la esperanza, contrajeron sus rostros, me dirigieron furibundas miradas y, apartando con sus manos la cruz que yo alargaba hacia ellos, exclamaron:—No, no, nada de cruz, nada de Virgen María, márchate pronto de aquí, si has venido a convertirnos.—A los gritos que daban, salieron algunas mujeres de sus casas, más furiosas todavía que los hombres, y como viesen que algunos niños, con la inocencia y curiosi- dad propia de sus años, me venían siguiendo, los cogie- ron, los llenaron de golpes y los encerraron. »No tuve más remedio qué alejarme, suspirando de compasión por aquellos desgraciados a quienes Dios permite vivir en la misma Roma para que brille, con más resplandor todavía, la verdad del Catolicismo, en presencia de los testigos de la muerte de Jesucristo, en los cuales siguen cumpliéndose con un realismo desconsolador las terribles profecías del Evangelio, y

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