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00 e mo, tan unida a Dios, siempre tan alegre, a pesar de haber sido tan mortificada y humilde, iluminada hasta en sus últimos momentos con el resplandor de una paz inalterable, de una confianza sin límites? ¡Ah! Enton- ces conoceremos cuán suave y dulce es la cruz, cuando se lleva generosamente por Cristo. ¡Cómo debiéramos amarla! ¡Con cuánto ardor debiéramos unirnos a ella, sobre todo en estos tiempos de universal desquicia- miento en que una persecución, más pérfida y astuta que violenta, se esfuerza en quitárnosla de los hom- bros, para darnos otra más a gusto del mundo, sin rigores ni asperezas. Nuestro santo hermano nos invita a que le sigamos tras las huellas de San Francisco, alentándonos con su ejemplo, no sólo a las grandes obras del Aposto- lado, sí que también y de un modo especial a la mayor de todas ellas, la obra de nuestra santificación, mos- trándonos los senderos que él ha recorrido, ásperos y accidentados en apariencia, pero rectos, espaciosos y llenos de luz en realidad. No vivamos, pues, a ejemplo suyo, sino para Dios y las almas. Tal es en suma la conclusión que, según la autoridad de nuestro Rmo. P. General, debemos sacar de esta biografía, refiriéndose a la cual nos escribía un eminente franciscano de la Unión Leo- niana: «Yo no sé cómo expresaros el perfume de edifi- cación que su lectura ha infundido en mi alma. Nos habéis descubierto a un santo. Que él nos obtenga del Sagrado Corazón de Jesús la gracia de caminar siem- pre tras sus huellas para trabajar por la salvación de las almas con el mismo celo que le devoraba.» También los simples fieles encontrarán en la vida
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