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A E mera al santo Pontífice, a quien su buena madre le había enseñado a amar desde niño y a quien aquella mujer admirable dedicó su último pensamiento y su último suspiro. Todas las mañanas celebraba la Misa en la Iglesia de San Pedro y pasaba el día en actos de devoción, visitando los Santuarios más célebres y haciendo en compañía de la familia Récamier, de París, la peregri- nación a las siete Basílicas de la Ciudad Eterna. La fe, la piedad y el amor que sentía por la ciudad de los Papas, desbordaban en su alma, tan sensible a todo lo que directa o indirectamente le hablase de la Religión; y así es curioso el notar que todos los sermones de esta época de su vida no son sino cantos líricos, himnos entusiastas en honor de Roma, del Vicario de Jesucristo y de la Iglesia católica. Pasados algunos años, en 1867, una nueva ocasión le condujo por segunda vez a Roma. Germana, la santa Pastora de Tolosa, iba a recibir los honores de la canonización, y quiso asociar a su triunfo al gran monje tolosano. El Comité de la Peregrinación pidió al General la obediencia y el P. General se la conce- dió inmediatamente enviándola por telegrama, Un vapor le había conducido a través de los mares en su primera expedición. Ahora le. vemos ir por tierra atravesando las cumbres de los gigantescos Alpes. Subió a pie el monte Cenis y admiró en toda su imponente sublimidad aquella naturaleza robusta, virgen, llena de poesía, catequizando al mismo tiempo a los inocentes pastorcillos que encontraba a su paso, Visitó a Bolonia, donde tuvo el consuelo de encontrar, abrazándole con efusión, al gran Luis Veuillot, gran

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