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214 — Su vida de Misionero, iniciada entre el calor y el piadoso bullir de las peregrinaciones, le condujo con frecuencia a los más venerandos santuarios, no como simple peregrino, sino como guía y alma de esas sublimes expansiones dela Iglesia militante. Era en verdad otro «Pedro el Ermitaño», nombre que le daban las gentes al verle por los caminos, arrastrando en pos de sí muchedumbres inmensas. Sin embargo no fué propiamente el Apostolado el objeto de su primera peregrinación a Roma. Hallá- base todavía al principio de sus trabajos apostólicos, cuando la divina Providencia le deparó una ocasión favorable de ir a postrarse a los pies del Sumo Pontí- fice y ante el sepulcro de los Apóstoles, recibiendo en tan venerandos lugares la investidura del sublime ministerio que le estaba reservado. Su tío el Hermano Florido, le obtuvo la obediencia del General de la Orden, y lleno de alegría santa se embarcó en Marsella para asistir al centenario de los Apóstoles, que se celebraba en Roma aquel año con pompa y grandiosidad inusitadas. Allí escuchó en el Coliseo la arrebatadora elocuencia del Obispo de Tulle, y fué tal la impresión que en su alma produjo aquella fábrica inmensa, que una vez vuelto a su pobre celda de Tolosa, dejó escapar de su pluma páginas admirables sobre el gigantesco monumento, al que en su ardiente fantasía llamaba «cuna de hierro y piedra hecha para recibir a la naciente Iglesia, que inmortal más que la piedra y el hierro y eterna como su Funda- dor se había de amamantar, no con leche, sino con la sangre de sus mártires». Entonces tuvo la dicha de contemplar por vez pri

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