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— 211— ducta exterior, al parecer morigerada, para ser buen cristiano. No quería, pues, dejar en paz a aquellos enemigos de la fe, a aquellos lobos, tanto más temibles, cuanto corrían con más libertad entre el rebaño de Jesucristo, ocultos bajo la inofensiva piel de oveja. Así es que no perdía ocasión alguna para declararles la guerra más abierta. ¡En qué aprietos les puso algunas veces! ¡Qué gritos de angustia y desesperación! ¡Qué confesiones tan comprometidas les arrancaba, como le sucedió al pastor de Ferritres, que no sabiendo responder a las objeciones del Capuchino, después de presentarle mil excusas, termina por confesar que no tenía tiempo para dedicarse a tales cuestiones. ¡Un pastor protestante que no tiene tiempo para entregarse al estudio! Fenómeno extraño, que el Mi- sionero no dejó de explotar, riéndose sin compasión de la torpeza del diablo a quien había conseguido arran- car tan triste confesión. Hacia el fin de su vida, riñó el P. Mar ía-Antonio su última batalla con el error. Era en la región de Dordogne, y el Misionero tenía ante sí a uno de esos pastores de la nueva escuela semi-racionalista, que no'admitiendo autoridad alguna ni en la Iglesia ni en la Biblia, hacen de la Religión una especie de deísmo filosófico, una simple escuela moral. ¿Qué significa- ción podía pues tener para él la misión de que le hablaba el P. María-Antonio? Aquellos dos hombres no hablaban el mismo lenguaje y no es extraño, por lo tanto, que termina- fan por no entenderse. Así es que el Misionero, que después de haberle puesto una cuestión neta y cate- nó tl hd
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