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a si no van animados del fuego sobrenatural que los ha de vivificar. «Los ejércitos combatirán—decía Juana de Arco,— pero Dios dará la victoria.» ¡Cuántas batallas, cuán- tos esfuerzos hechos con generosidad, y sin embargo, cuántas derrotas sufridas, tal vez por haber combatido solos, fiados en muestras fuerzas, sin acordarnos de pedir la ayuda de Dios nuestro Señor! ¡Qué lecciones tan oportunas nos da a este propósito el gran apóstol cuya vida vamos a relatar! Se acercó al pueblo, reco- rrió las calles, subió a las buhardillas, se metió en las fábricas y hasta en los más inmundos lodazales de corrupción; fué moderno en el verdadero sentido de la palabra. Apóstol de su tiempo y de su Patria, puso en práctica para conseguir el fin que se proponía medios nuevos y atrevidos, sin espantarse por ciertas auda- cias que los prudentes del mundo calificaban de teme- ridad, de excentricidades y locuras. Hoy sabemos en qué estaba el secreto de su fuerza. Era un Santo. El alma de todas sus obras fué la pie- dad, el amor sin límites para Dios y sin aceptación de personas para sus prójimos, amor todo seráfico, como el de San Francisco, amor que se alimentaba en el trato continuo con su Dios, trato que fué la ocupación constante de toda su vida, a pesar de ser tan fecunda en obras exteriores y tan activa Nosotros, pues, que tenemos, como él, la gloria de pertenecer a una familia religiosa, que combatimos bajo aquel estandarte que tremoló en manos del ar- diente Serafín del Alvernia, caballeros, como él, de nuestra dama la pobreza, ¿qué alientos y qué energías no debemos encontrar en esta vida tan llena de heroís- o ¿.—P, MARÍA - ANTONIO

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