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— 202 las palabras del Misionero, todos los protestantes cayeron de rodillas con su pastor a la cabeza, reser. vándose éste, no obstante, el derecho de hacer tam. bien él su oración, a lo que el Padre accedió de buena voluntad. «Hijos míos—exclamó entonces el Capuchino—em- pecemos invocando a nuestro Padre celestial.» Y recitó en voz clara el Padre nuestro, respondiéndole todos los asistentes. «Hijos míos—volvió a repetir— tenemos también una Madre en el cielo, la Santísima Virgen; debemos honrarla y pedirle su protección,» Y recitó de igual modo el Ave Marta, «Pero no basta—añadió.—Es necesario que salude- mos a María en el inefable privilegio que la Iglesia católica le reconoce. Digamos por tres veces. «Oh María, concebida sin pecado, rogad por nosotros, que recurrimos a Vos.» ¿No es en verdad curioso el espectáculo de aquel ministro protestante, invocando de rodillas a la Con- cepción Inmaculada de María? Poco faltó para que el P. María-Antonio no le presentara a besar el crucifijo de Misionero que pen- día de su pecho. Después que el pastor hubo hecho también su oración, se levantaron todos, y el Capuchino, elevando su voz en medio del más profundo silencio, dijo: «Señor ministro, antes de dar principio a esta discu- sión pública, quiero dejar bien sentado un principio, que deseo lo oigan y mediten todos muy bien. No vengo a hablar ni 1 discutir, como un hombre cual- quiera, como un hombre que no posee misión alguna. Necesitando hablar de Religión y tratar cuestiones
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