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E-M Cristo, al que llamó en su alocución, en medio de los aplausos de la muchedumbre, «el Cristo de Francia», con una Virgen de los Dolores, «la Reina de Fran- cia» y con un San Juan, que por el oficio que desem- peñó cerca de María, «merece—exclamaba el Misio- nero—ser llamado el primero de los franceses.» Este Cristo, soñado por el P. María-Antonio, se levantó en un repliegue de la montaña, al abrigo de algunas rocas talladas a pico, frente a las cuales se abren las cuevas de Espelugues. Estas grutas eran desconocidas por casi todos; mas hoy apenas habrá peregrino que no las visite, para admirar no sólo sus bellezas naturales, sí que también para invocar a Nuestra Señora de los Dolores y a Santa María Mag- dalena, al pie de los altares que allí levantó el Padre María-Antonio. Su fe había concebido proyectos, más grandes y vastos todavía, para hacer al paisaje de Lourdes digno de la Inmaculada y el primer centro de pere: grinación de todo el mundo. A sus ojos, la Basílica era demasiado pobre, el Rosario demasiado oprimido Hubiera deseado sobre la Gruta, aunque para ello hubiera sido necesario desentrañar toda la montaña, una gran iglesia gótica, al modo de nuestras antiguas catedrales, con su gran nave central, su ábside gigan- tesca, su fachada monumental y flechas lanzadas al cielo. ¡Cuántas otras cosas hubiera deseado todavía ver realizadas, para completar el paisaje de Lourdes! y ¡qué confidencias tan simpáticas y agradables tenía con el sucesor de Peyremale, Monseñor Barrere,4 quien profesaba una estima y una afección profundas! Sobre todo hubiera deseado allí un convento de su

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