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195 parisiense y de toda la nobleza de Francia, como gene ral en medio de sus soldados. Los peregrinos se dis- pusieron a tomar la pesada cruz, para llevarla sobre sus delicadas espaldas, poco acostumbradas a seme: jantes pesos. —«¡Atrás, señores!—grita el Misionero con voz dominante. Para acercarse a la zarza ardien- do, le fué necesario a Moisés despojarse de sus sanda- lias. El monte Calvario es más santo que la tierra de Jettró. Quitaos, pues, el calzado.» Sin dudar ni un instante, todos a la vez, aquellos señores de vida mue- lle y comodona se despojaron de su calzado. «¡Fuera también las medias!»—volvió a exclamar el Misione- ro, —y cayeron a su vez las medias, apareciendo des- nudos aquellos pies blancos y delicados, para ser destrozados y ensangrentados por las piedras del camino.» «Recuerdo muy bien—dice otro—la estupenda ora- ción sagrada que pronunció durante la erección de la cruz. Como siempre, la oratoria del P. María-Antonio tuvo el don de electrizar a la muchedumbre. Su púl- pito eran las rocas. Allí se reía, se lloraba y el alma vibraba y se estremecía por el entusiasmo, mientras el espacio se llenaba de vivas a la Cruz, a Jesús, a la Inmaculada y al Papa.....» Todos los años, durante la peregrinación nacional, se procuraba renovar las profundas emociones de aquel día memorable. Se buscaba al predicador de antemano, y no había más que uno que pudiera ser exacto y fiel intérprete del entusiasmo popular. Era el P, María-Antonio. Pero aquel gran Calvario con su Cruz desnuda, no le bastaba. Deseaba tener un Calvario propio, con un el HOR il A ETA O
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