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a J0p-—= de repente sobre el nuevo Guardián, poco acostum- brado todavía a tales encuentros, le indujo en breves palabras a confesarse, y allí mismo, detrás del altar de la Gruta, a los pies de la blanca imagen de la roca, se alzó con majestad la mano del sacerdote, descen- diendo la absolución sobre el alma del feliz convertido. —«Padre—le decía sollozando en otra ocasión una dama,—i¡salve usted a mi marido! ¡salve usted a mi marido!—¿Dónde está?—¡Ah, Padre! no espere verlo, pues siente un horror grandísimo hacia los Capuchi- nos; dice que ese hábito es un anacronismo en este siglo.—Tanto mejor, señora, porque si el Capuchino inspira tanto horror al demonio, es porque le teme.» Así era en efecto. El marido, de un natural tímido, se rindió a la primera exhortación que le hizo, y cam- bió tan radicalmente de parecer, que desde entonces no quiso jamás confesarse sino con los Capuchinos. Otro día se le acerca una señora, y le dice:— «Padre, quisiera que mi marido volviese a Dios y no puedo conseguirlo.—¿Qué oficio tiene?>—Administra- dor.—Y ¿dónde está ahora?—Mirele usted, ahí está, a dos pasos.—Déjeme a solas con él.»—Se le acerca sonriendo y le dice: —«Vamos, caballero, ya sé que le gusta a usted tener sus cuentas claras y día por día; pero las cuentas que tiene pendientes con Dios ¿están en orden? Vamos, sea usted administrador completo, póngase de rodillas.» Algunos momentos después, salían juntos de la Cripta, y encontrando a la mujer, le dice el Misionero:—«Señora, abrace usted a su marido.» Al verlos abrazados, exclamó con mucha gracia: «La balanza es de las más exactas.» Entre las innumerables conquistas de la gracia, que
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