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4 47) ¡A lx pr ye +? 4h 1) 4 É 189 — aguardar el turno. Aquel santo Religioso tenía el don de ver el fondo de las almas, y no olvidaré nunca las palabras que me dijo.» Pero sobre todo se recurría al fervoroso Apóstol de María para obtener la conversión de personas queridas. Su confianza en la Virgen no conocía lími- tes; todos los obstáculos se deshacían ante su celo, y obtenía triunfos estupendos, de los que acostumbraba a decir: «Estos, éstos son los verdaderos milagros de la gracia, mucho más admirables que los milagros de las piscinas.» Una inscripción, colocada sobre el pavimento mismo de la Gruta, recuerda uno de estos milagros de la gracia. El bautismo de la señora Deleuze, pro- testante, cuyo hijo, joven sacerdote, no había podido todavía conseguir su conversión. El último recurso que se había ofrecido al angustiado corazón del hijo, la peregrinación a Lourdes, recurso al que la madre accedió bien a disgusto, estaba al punto de resultar infructuoso, y el joven sacerdote, todo descorazonado, pedía oraciones por la conversión de su querida madre, El Superior de los Capellanes del Santuario, a quien se había dirigido, como a último refugio, le señaló con el dedo a un monje de gran talla, que avan- zaba lentamente entre la muchedumbre que le seguía, diciéndole al mismo tiempo: «He ahí el gran Apóstol de los protestantes. Ten confianza en €l...» Aquel monje era el P. María-Antonio. Algunos momentos después se encontraba el Capuchino ante la dama recomendada a su celo. ¿Qué palabras supo encontrar para hacer que penetrase la luz en aquel espíritu ofus-
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