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— 185 la muchedumbre, repitiéndose de este modo a los pies de la Inmaculada Virgen la sublime escena del abrazo de San Francisco y Santo Domingo, en la persona de dos de sus más dignos representantes, a quienes La Croix no dudaba apellidar «los dos grandes monjes del siglo XIX». Mas el principal trabajo del fervoroso Capuchino, no era la predicación. Esto, más que otra cosa, le servía de descanso. Su verdadero trabajo, lleno de abnegación y de fatiga, trabajo que le dejaba a veces completamente extenuado, era el confesonario. En él se encerraba apenas llegaba a Lourdes, y allí perma- necía todo el día, olvidado hasta de comer, confesando diez y doce horas sin interrupción. A veces se ausen- taba durante algunos minutos para tomar un poco de pan, que llevaba en el bolsillo del manto, y volvía a sentarse de nuevo en su confesonario. Cuando, bien entrada la noche y agotadas sus fuerzas, sentía su cabeza fatigada, pedía por favor a sus penitentes que le permitieran reclinarla algunos momentos sobre la tabla del confesonario, pasados los cuales volvía con nuevo vigor a proseguir su trabajo, que a veces se prolongaba hasta el amanecer. Pero no sólo en el confesonario, detrás de un alta r, en un rincón de la sacristía, en una escalera, en cual- quier parte se le encontraba confesando. Se le vió a veces confesar sobre un banco de la esplanada de Lourdes, en una sala de espera, en la casa de los Padres; confesaba en las estaciones, en los vagones del tren, en el despacho del jefe de la estación y hasta en el depósito de bagajes, sentado sobre una caja, entre dos grandes paquetes.
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