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194 conoce sobre todo a los tolosanos, y aquí es donde su voz vibra conmovida, al recordar todas las ternuras de María hacia su querida ciudad de Tolosa.» Uno de los días, cantó las glorias de su cara cin. dad, analizando todos los timbres de grandeza que poseía. «Dulzura y fortaleza, he aquí—exclamaba— a qué se reduce la santidad. A orillas del Garona se extendía inmensa explanada, ansiosa de sustentara un pueblo predestinado. Dios envió allí al celta, rudo, pero bravo al mismo tiempo; al fenicio, que traía diluídos en su sangre todo el arte y toda la poesía que encierra su hermoso cielo sin nubes. Los dos pueblos se mezclaron, y de su unión brotó la raza tolosana, madre, también ella, de los inmortales héroes de Tierra Santa, de sabios religiosísimos y de poetas sublimes, casi divinos, que cantaron las grandezas del Señor.» Cuantos en aquellos momentos lo estaban escu- chando, preguntábanse admirados si el santo religioso no acababa de trazar con semejantes palabras su propio retrato. En Lourdes, en esa tierra de milagros, ante aque: llas multitudes, que participaban de su fe y de su entusiasmo, fué donde alcanzó con su arrebatora elo- cuencia los triunfos más ruidosos de su vida, Un hijo de Santo Domingo, que se hallaba cierto día oculto y como perdido entre la multitud de peregrinos que oían embelesados al P. María-Antonio, exclamó ante unos sacerdotes que tenía a su lado: «Así es cómo deberíamos predicar todos.» Este hijo de Santo Do- mingo era el célebre P. Monsabré. Aguardó a que el humilde Capuchino bajara del púlpito, y le abrazó ante
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