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rra a a ¿E O e Lean nl E 0 — había razones de sobra para desanimar a un hombre que no poseyera la extraordinaria tenacidad del Padre María-Antonio. A pesar de todos los fracasos que llevaba ya experimentados, volvió a tomar el camino de Mont: pellier, acompañado del señor Párroco. Apenas llega. ron, fueron a presentarse a la Prefectura, donde hasta entonces no se les había recibido sino con frialdad y respuestas evasivas. Allí les hicieron ver con buenos modos lo importunos que iban ya resultando, y a fin de despedirlos con toda cortesía, se les dijo que el señor Prefecto estaba ausente.—«Pues ya le espera- remos»—contestó el P. María-Antonio.—«Es que ha salido para París.» —Esto no era más que una excusa, pues entonces mismo le estaban oyendo hablar en un aposento contiguo.—«¡De rodillas los dos!»—dijo el Padre María-Antonio al Párroco, en uno de aquellos arrebatos sublimes que solía tener en ocasiones seme- jantes. Obedeció el Párroco casi maquinalmente, y se pusieron a rezar en voz alta el Ave María dejando estupefacto al Conserje, que jamás había presenciado semejante escena en aquel lugar. Apenas terminaron su plegaria, cuando el Prefecto, ignorando la presen: cia de los visitantes, penetró en la habitación. El temible Capuchino redobló sus instancias, y tanto y tan bien habló, que el Prefecto, para librarse sin duda de él, firmó cuanto se le pedía. Un telegrama llevó a Cette la noticia de tan inespe: rada victoria, se activaron los preparativos, y el día señalado la imagen, limpia y resplandeciente, tomó posesión del campanario, de modo que al entonarse los Alleluyas de Pascua, la estatua de la Virgen,
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