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— 170 — nidad a la ceremonia, ya que Ceignac era un pueble- cillo insignificante, de difícil acceso, que ni tenía loca] ni lugar alguno suficiente para recibir a los peregri. nos, había ordenado que se trasladase a la ciudad la Virgen Milagrosa que poseían en su iglesia, para celebrar con mayor éxito el solemne acto de su coro- nación. No lo entendieron así los de Ceignac, antes considerando la determinación del señor Obispo como una injuria que se hacía al pueblo, se obstinaron fuer- temente en no obedecer. Monseñor Bourret habló, suplicó, hasta llegó a amenazar; pero todo fué inútil. La ceremonia de la Coronación, a la que estaban invitados varios Pre- lados de las Diócesis vecinas, se veía seriamente comprometida, sin que apareciese por ningún lado solución alguna posible; pues mientras el señor Obispo opinaba que no podía retroceder de lo ordenado, sin detrimento de su autoridad, todos temblaban ante las funestas consecuencias que podría traer la exaspera- ción de aquellos bravos montañeses. En tan críticas circunstancias, llegó el P. María- Antonio a Rodez para predicar el Triduo que debía servir de preparación a la solemnidad. Enterado de la difícil situación en que el señor Obispo se encon: traba, fué inmediatamente a su presencia, y se ofre: ció como reconciliador en aquel litigio. Resultado de esta entrevista fué el que saliera al punto para Cel- gnac, donde predicó aquel mismo día un sermón que arrebató y conquistó todos los corazones, pudiendo más su elocuencia y su amor a María, que la autori dad del señor Obispo y la diplomacia de todos sus representantes. La Virgen de Ceignac llegó el día
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