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ea A TA o pa AA 2-0 a PE e A E ei o »Estábamos evangelizando la gran Parroquia de La Ferriere-en-Pertenay, en la Vandé. En los funera- les que se celebraron el domingo pasado, durante la Misa mayor, subí al púlpito y dije al pueblo: «No llo- remos a los que mueren en el Señor; pero temblemos por los que desprecian su gracia, por los que abando- nan la Iglesia. Es necesario convertirse. Esta tarde iremos al cementerio a rogar por los difuntos. Cuidad de que nadie falte, y advertid a los que durante tan tierna y santa ceremonia se vean tentados de ir a divertirse, que si Dios es muy bueno en sus beneficios, es también muy terrible en sus castigos; decidles que la muerte es el alguacil de Dios, que los conducirá cuando menos piensen al tribunal de la eternidad.» ¡Ah! llegó el terrible golpe; un infeliz quiso burlarse de Dios, y mientras estábamos nosotros llorando y rogando sobre las tumbas de los muertos, estaba él sentado a la mesa de una taberna, riéndose de nues- tras oraciones y de nuestras lágrimas. »No se hizo esperar el castigo. No era todavía de noche, cuando en la misma taberna empieza a pali- decer de repente; se le cae el vaso de la mano, y se desploma como masa inerte bajo la mesa. Quisieron levantarle y era ya cadáver. Sus compañeros, por no in- terrumpir el juego y la bebida, lo arrojaron a la cuadra, y allí ha tenido que ir a recogerlo su pobre esposa.» De este modo acompañaba el Señor a su intrépido Misionero y recibía su palabra, como en otro tiempo la de los Apóstoles, el sello de la divinidad. Dios tra- bajaba con él y se complacía en manifestar por donde pasaba la potencia de su brazo, inexorable con el pecador empedernido.

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