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155 — ofreciéndole no sólo la música, sí que también todo su personal. Durante este tiempo, el pobre alcalde continuaba representando su indigno papel tan descaradamente, que tuvo la osadía de presentarse al Párroco la ante- víspera de la clausura, para decirle, aludiendo a los Misioneros: «Pero, en fin, señor Cura, ¿cuándo van a terminar las tonterías de esos farsantes?» No se hizo esperar más el Señor. Llegó el domingo 26 de noviembre, y al salir la gente de la iglesia, des- pués de la Comunión general de los hombres, una noticia espantosa corrió de boca en boca con la velo- cidad del relámpago, llenando a todos de consterna- ción. El alcalde, que, lleno de vida y de salud, se había retirado del café a las once de la noche del día anterior, acababa de morir de repente, exhalando un grito desgarrador, mientras se celebraba en el Templo la misa de Comunión... Aquella misma mañana, otros dos hombres, de los que más se habían señalado por su hostilidad a los Misioneros, recibie- ron a su vez uno de esos golpes terribles, que dejan estampado de un modo indeleble, como sobre el rostro de Caín, el sello de la mano de Dios. Después de la procesión, que resultó grandiosa, llena de majestad, y en la que la música de los mari- nos, no hay por qué decirlo, reemplazó muy ventajo- samente a la banda municipal, se plantó la Cruz con gran aparato de cantos y ceremonias. Al amanecer del día siguiente, Cristo vencedor veía pasar a sus pies los fríos cadáveres de los que con risa volteriana habían despreciado las amonestaciones de su Misio- nero. El suceso se hizo notorio en toda la región, y

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