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$) 152 — ero aquellas lágrimas, derramadas por infortu- nios domésticos, no fueron sino principios de otras, provocadas por el desquiciamiento total de su fortuna, En el abismo sin fondo de un déficit espantoso, abierto por negocios fracasados, abismo que el juego y el mal vivir agrandaban más y más cada día, el alcalde había ido arrojando no sólo el dinero que le pertene- cía, sí que también el dinero de sus administrados, que no era suyo. Entonces vino la ruina completa, con gran escándalo y admiración de cuantos ignoraban la tremenda maldición que pesaba sobre el desgraciado, Era el mes de mayo de 1880, cuando supo el vene- rable Párroco del pueblo que aquel hombre, cuya salud se iba resintiendo de día en día, al golpe de tanto infortunio, se encontraba enfermo de peligro. Fué a verle, y trató de confesarle.—«Mañana,—res- pondió el enfermo — ya me confesaré mañana.» — «¡Mañana! ¡mañana! —réplicó tristemente el sacerdote, —¿quién está seguro del día de mañanas» A las diez de la noche se hallaba en estado desesperante; el delirio se había apoderado de él, sin esperanza de que le abandonase. El buen Párroco volvió con resolución a la cabecera del enfermo, y éste, al verle de nuevo a su lado, exclamó: «He dicho que mañana.» Al día siguiente era ya cadáver y su cuerpo, desmesurada: mente hinchado, despedía por todas partes su podre- dumbre. No dejaba absolutamente nada, ni en su caja de caudales, ni en la del Ayuntamiento. Los acreedores se apoderaron de todos sus bienes y vendieron los muebles en pública subasta. Al volver las gentes del cementerio, señalaban con el dedo, hablándose al oído,
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