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— 151 — conduce a la Estación, cuando oyen gritar entre bur- lonas carcajadas: «¡Eh! ¡a esos de la cuerdal» Era el alcalde del pueblo, rico labrador, que había hecho for- tuna vendiendo las hierbas y juncos de sus landas salvajes, siendo en cuanto a su conducta el tipo más perfecto de esos hombres despreocupados, que la polí- tica y la francmasonería encuentran siempre dispues- tos a secundar sus planes de desmoralización. «Amigo —le respondió severamente el Misionero, — no te rías tanto; teme la indignación de San Francisco.» Desde aquel día, el Alcalde, como si el Angel exterminador hubiera entrado en su casa, empezó a ponerse mustio, triste, sin que nadie, ni aun él mismo, pudiera dar con la causa de su tristeza. Algunos meses más tarde moría su padre víctima de fuertes accesos de locura. Ya para entonces habían empezado a correr ciertos rumores, nada sospechosos, acerca del alcalde, de su mujer, de su fortuna y aun de su misma honradez. El infeliz, en vez de reconocer su pecado, se ven- gaba de esta desgracia y aun de las desgracias futuras que presentía, tratando a su esposa como se pudiera tratar a una bestia. Aquella mujer, viéndose humi- llada, oprimida, se levantó imponente, altiva, víctima de una excitación mórbida que le trastornó por com- pleto la cabeza, Un día, el desgraciado alcalde, con el rostro todo ensangrentado, respondía a un amigo, que le preguntaba si había sufrido alguna caída: «No, no; me ha golpeado la mujer; se ha vuelto loca y se ha escapado de casa.» El rostro del infeliz. que algún día con tanto cinismo se había reído del Misionero, hallá- base entonces surcado por amargas lágrimas.
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