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Eo y e ya célebre sepulcro? ¿No hubiéramos sido responsables ante Dios y su Iglesia de las gracias, cuyo curso habíamos detenido, y nos perdonaría el santo Capu- chino el haberle dejado aislado sobre tan alto pedes- tal, cuando no tuvo otra ambición durante su vida que la de estar con el pueblo, con los pequeños, con los humildes, dejándose ver y oir de todos? Dios quiere la glorificación de sus fieles e intrépi- dos servidores; quiere que sus ejemplos nos iluminen y arrastren; quiere que la salvadora misión, que ejer- cieron durante su vida, continúe aún después de su muerte; quiere, en una palabra, que aparezca la luz sobre el candelabro y que la llama, alimentada por su gracia, arda, brille, caliente y regocije a su Iglesia. Muchas veces se oye repetir en nuestros días, con un acento lleno de tristeza y abatimiento: ¡Todo ha desaparecido! ¡Ya no hay santos sobre la tierra! ¡Parece que Dios nos ha abandonado!... Esto no es verdad, y por eso se encarga el mismo Dios de res- ponder de vez en cuando a estos lamentos, haciendo enmudecer nuestras quejas. Para consolarnos e impe- dir que nuestro corazón desfallezca, hace florecer la santidad de sus siervos, la glorifica y descubre al mundo por medio de prodigios. Sí, todavía podemos exclamar hoy mismo, sin temor a equivocarnos, ¿qué tiempo hubo jamás tan fértil en milagros? Cuanto más se empeña el orgullo de la falsa ciencia moderna en decretar su no existen- cia, más se complace el Señor en multiplicarlos; cuan- tos más esfuerzos hacen los perseguidores de la Reli- gión para que desaparezca la raza de los Santos, con mayor vigor, más joven y más potente se levanta
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