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144 — repliqué.—Yo mismo se la voy 'a buscar.—¿Dónde la tiene?>—No la veo por ningún lado del cuarto, pero tome usted esta barra de hierro, que podrá también servir para el caso.» Se la llevé, y poniéndosela en las manos, le ofrecí mi cabeza, diciendo: «pegue fuerte, aquí tiene mi cabeza, pero prométame antes de matarme, que llamará a tiempo al sacerdote y no morirá sin confesarse.» » Llegaron estas palabras tan a lo íntimo de su corazón, que desapareció súbitamente el furor diabó- lico de que estaba como poseído, cayéndosele la barra de entre las manos. Algunos meses más tarde tuve la dicha de saber que había muerto después de haberse confesado con el Párroco.» Se ha dicho del P. María-Antonio, que fué un monje de la Edad Media perdido en medio de nuestro siglo. Si así fué, no hay por qué extrañarse de que se encontrara como desorientado en ciertos ambientes, Es que su fe viva y sencilla, no podía comprender lo refinado de la impiedad moderna, y obrando como si no existiera, llegó a sufrir crueles decepciones. Tal fué la causa del fracaso que experimentó en la Misión de Cordes, pequeña ciudad, sita en el depar: tamento del Tarn, que tiene fama de conservar toda- vía, más que otra alguna, el espíritu de rebelión, de desconfianza y de hostilidad hacia la Iglesia, vestigios de la herejía Albigense, de que por tanto tiempo estuvo dominada. Apenas podía creer nuestro Misio- nero, que mientras en todas las poblaciones del medio- día de Francia encontraba tanta docilidad y entu: siasmo, una ciudad de su Diócesis de origen fuera hasta tal extremo presa del demonio. Sin embargo, no

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