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cual se merecía la cobarde acción de aquel misera- ble, pero el Padre salió en su defensa, y sin quejarse, antes ofreciendo a Dios aquel sufrimiento, entró con el rostro lleno de sangre en casa del Párroco, predi- cando a la tarde como si nada le hubiera pasado. Pero el incidente más dramático de todos es el que le sucedió en Luchón, y se conserva escrito en estos términos por el mismo Misionero. «Era durante los días de la Misión, cuando se me acercó un montañés diciéndome: «Allá abajo, al pie de la montaña, hay un viejo, famoso cazador de osos. Son innumerables los animales de esta clase que ha matado. Está muy enfermo, y no quiere recibir al sacerdote. Haga usted el favor de ir; pero tenga cui: dado porque le va a matar.» «Un motivo de más para que vaya»—le respondí. Y en efecto, partí al momento. »¡Oh, qué cuadro más triste se ofreció a mi vista! Un cuarto medio arruinado y lleno de humo; de sus paredes colgaban dos enormes pieles de oso, todavía frescas, esparciendo a gran distancia un hedor 1nso- portable a carne salvaje, corrompida. Apenas me vió entrar se puso no a gritar, sino a rugir como una fiera. Se hallaba el infeliz tendido sobre una misera: ble cama, y agitaba convulsivamente sus hercúleos brazos, mostrándome los puños, mientras dirigía hacia mi los ojos, inyectados de sangre, por la cólera que sentía en su pecho. Me acerqué sonriente y le alargué mi mano. Cada vez gritaba más furioso. Empecé a hablarle de Dios y el pobrecillo seguía atronando la casa con sus gritos.—«¡Ah!—rugía lleno de ira—si tuviera en mis manos la escopeta bien pronto termina- ríamos el negocio!»—«Que no se quede por eso—le

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