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— 141 la conversión de su cómplice. Jamás explicó el Padre María-Antonio el suceso, ni se sabe cómo se pudo librar de él; solamente conservamos estas significativas pala- bras, que escribía al poco tiempo el Párroco de Eauze a nuestro intrépido Misionero: «Nose acordaba aquel infeliz, que el Señor era vuestra coraza y que las almas puras de esta Parroquia rogaban por usted en aquellos momentos.» «En Mezin, ciudad situada en la misma Diócesis —dice el compañero del P. María-Antonio—visitamos juntos a todas las familias de la Parroquia, y hasta los almacenes y fábricas de corchos. Lleno del espíritu de Dios, a todos dirigía el Padre palabras apropiadas y consejos interesantes. Recuerdo sobre todo la visita que hicimos a un anciano, que aunque tullido de las piernas, llevaba una vida muy escandalosa. Al evan- gélico y paternal lenguaje del Misionero, respondía con injurias y blasfemias. Viendo el varón de Dios la inutilidad de sus exhortaciones, exclamó lleno de una audacia santa, ante aquella alma endurecida por el pecado: —«¡Infeliz, teme al infierno!»—¡Pero si ya estoy en éll—replicó el desgraciado, arrojando sus muletas a la cabeza del Padre. No tuvimos más reme- dio que salir entristecidos de su presencia, perdonán- dole y prometiéndole el socorro de nuestras oraciones.» El golpe que recibió algunos años más tarde, fué más peligroso. Era por el mes de enero de 1899, Vol- vía una mañana de celebrar el Santo Sacrificio, cuando topó en el camino con un hombre, que conducía a su asno al abrevadero. Se le acercó, y marchando ambos tras el borrico, empezó por saludarle,—+«¡Buenos días, amigo! Hace tiempo que tenía ganas de hacerle a
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