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— 138 — Predicando en otra ocasión en San Hilario de Poitiers, observó que el pueblo no correspondía como él lo esperaba, pues no asistían a la Iglesia sino los de costumbre, esto es, las personas devotas. Expuso al párroco su descontento, porque sabía que en las barria- das de la ciudad, hormigueaba toda una multitud pri- vada por completo de los auxilios espirituales, y ardiendo en deseos de evangelizarlos exclamaba como el Salvador: «Compadezco a esa muchedumbre.» Pronto trazó su plan. Precisamente sobre una colina, situada en medio de los barrios bajos de la ciudad y conocida con el nombre de La Tranchée, hallábase edificada la capilla de las Hermanitas de los pobres. Allí se dirigió, pues, para establecer su cuar- tel general, que le sirviera como centro de opera- ciones. Comenzó por llamar a los niños y tras los niños vinieron los padres, consiguiendo por último, después de vencer las primeras dificultades, salir victorioso. Sería de todo punto imposible enumerar las resis: tencias y obstáculos que encontró en su larga carrera de Apóstol. Notó en una de las ciudades del mediodía que al ir los feligreses en procesión al cementerio, unos cuantos hombres, agrupados delante de un café, se burlaban y reían haciendo alarde de su poca reli- giosidad. El Misionero hizo parar la procesión, y mirándoles fijamente, cantó delante de ellos, seguido por todo el pueblo, el lúgubre estribillo de las misiones, «A la mort, a la mort, pecheur, tout finirá, Le Seigneur á la mort te jugerá;» Pecador, todo se acaba con la muerte: al morir te juzgará el Señor.

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