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a - lias, ofreciéndole en cambio sus servicios, pero con palabras tan llenas de unción evangélica, que sólo la ardiente caridad de un Apóstol puede infundir, lle- gando hasta el extremo de abrazarle. El infeliz zapa- tero, que sufría de un mal horrible en la mejilla, al sentir sobre su purulenta llaga los labios de aquel varón de Dios, estuvo a punto de caer de espaldas, y desde aquel día empezó a publicar por todas partes que aquel pies-descalzos era un santo. Por los mismos días, el Ayuntamiento del pueblo se oponía grandemente a la erección de un monu- mento religioso proyectado por el Misionero. El P, María-Antonio, con su voluntad de hierro, se había propuesto levantarlo, costara lo que costase, a pesar de todas las dificultades y contradicciones que se le oponían. Llegó el día señalado y ¡cuál no sería la admiración del Alcalde, cuando vió que la procesión, sin hacer caso de las órdenes dadas en contrario, reco- rría las calles de la ciudad, llevando la Cruz que se debía erigir! Inmediatamente puso en movimiento todo el personal de que disponía, pronto a lanzar sobre el agitador cuantos anatemas encierra el código mu- nicipal; pero muy pronto tuvo que disimular su furor, y esconder en los bolsillos su fajín de Alcalde, al verse completamente chasqueado, pues la erección de la Cruz se hacía en el terreno de un particular, que a última hora se lo había ofrecido al Padre. Confuso y humillado el Alcalde, pudo comprobar por sí mismo el espíritu religioso de su pueblo, al que, en su fanatismo, creía haberlo ya transformado a su imagen y semejanza, viendo cómo le hacía traición aquel día, por seguir al Capuchino.
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