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TO dado a nuestra obra. Entusiasta admirador del héroe, nos alababa por haber dicho mucho, por habernos aprovechado bien de la multitud, casi innumerable, de documentos, mientras otros, sin quejarse ni despreciar nuestra prolijidad, nos estimulaban a que hiciéramos una edición algo más compendiada. «Procúrese un poco de tiempo—nos escribía un venerable sacerdote—para darnos pronto una segunda edición, menos voluminosa. ¡Cuánto desearía ver esa vida, tan llena de sabor apostólico, no sólo en manos de todos nuestros Seminaristas, sino también en la de todos aquellos sacerdotes que trabajan con actividad en su ministerio!» «Todo el Mediodía de Francia arrebatará vuestro libro—nos decía a su vez un Profesor—y el bien que hará, será inmenso. Esto por descontado; mas «la Ga- ronne coule partout»; todo lo baña el Garona, y desea- ría que su libro se propagara por los cuatro puntos cardinales. Yo le aseguro que ha de recorrer toda Francia.» Idéntica es la opinión de otro sacerdote, quien lamentándose de lo voluminoso de nuestra primera edición escribía: «Su obra de usted está muy bien y hace un gran papel sobre la mesa; pero no es para llevarla uno consigo en los viajes, lo cual es una lás- tima, pues su lectura es tan atractiva como la de una novela.» ¿Podíamos por ventura resistir a tantas súplicas? ¿Teníamos acaso derecho a restringir el bien obrado por el santo de Tolosa, cuyo único deseo no fué otro que el de comunicarse a todos y salvar las almas, deseo que continúa aún en el silencio y reposo de su

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