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— 130 lla al enemigo. Sorprendámosle, por ejemplo, en Car. casona, durante la Misión de 1859, Como de ordinario, se le había confiado la Parroquia que mayores dificul. tades ofrecía. Era la Parroquia denominada La Cité, En aquella cumbre, encerrada en antiquísimo cintu- rón de baluartes y almenas de compacta roca, vivía todo un pueblo de viñadores, muy poco sensibles a los encantos que les ofrecía su vetusta iglesia gótica, aun cuando se viera animada de la atractiva novedad que lleva siempre consigo una Misión. De aquí que la predicación de nuestro Apóstol tuviera no poco de parecido con la predicación en desierto. No queriendo continuar trabajando sin esperanza de fruto, y notan: do, por otra parte, que el sonido de la campana era demasiado débil, rogó un día al Párroco mandara tocar todas las campanas, como se acostumbraba en las grandes solemnidades, añadiendo: ¿Cómo ha de venir la gente si no oye la campana?—¡Ah, Padre— le respondió el Párroco, —los de la parte alta la oyen muy bien; pero están cansados de trabajar y se que: dan en casa; los de abajo, se han acostumbrado a ir a la ciudad y nunca se les ve por aquí. —Pues entonces, —replicó el Misionero—es necesario que toquemos todas las campanas de la torre.» Al poco rato las cam- panas atronaban el aire con sus lenguas de metal. El pueblo entero, sorprendido por tan inusitado y conti" nud repicar, llenóse' de sobresalto, creyendo a su iglesia invadida por las llamas. Hombres y mujeres subieron precipitadamente la escarpada pendiente que a ella conducía, y con gran sorpresa encontraron al joven Misionero aguardándoles en las puertas del templo con una amabilidad y un atractivo tal, que no
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