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127 por el sendero que va de Gimont a Ysle. Absorto en mi idea continuaba andando completamente desorien- tado, cuando me fijé en un pequeño puente, oculto debajo del camino. Se me ocurrió el bajar y mirar en él, Desciendo, miro... y ¡oh sorpresa! Allí estaba Pie- rrase, con un tridente de hierro en la mano y sus ojos extraviados, mirando por todas partes. Avancé intré- pido hacia él, levantó furioso la horquilla... y no lo pudo disimular. Comprendí que el infeliz temblaba de miedo. »¡Ah! no tengas miedo, mi buen Pierrase, no tengas miedo—le dije; —¿qué haces aquí, buen Pie- rrase? El pobre temblaba de pies a cabeza.—¿Qué haces debajo de este puente?—El pobrecillo no sabía qué contestar.—Estoy buscando un conejo...—¡Ah, ya lo he cogido—le respondí abrazándole.—Sí, sí, ya lo he cogido y no se me escapará. Y bien, buen Pierrase, ¿me quieres enseñar el molino?—Con mucho gusto, Padre, con mucho gusto,—respondió; y me condujo inmediatamente al molino con una alegria y una emo- ción que no podía ocultar. Entramos juntos, me senté sobre un saco de harina, y él, poniéndose de rodillas, se confesó con la tranquila humildad de un cordero. Abrió después las puertas del molino, y llamando a todos sus vecinos exclamaba: «Por cien mil francos no cambiaría yo la dicha de haberme confesado con este buen Padre», y arrojándose en mis brazos decía todo conmovido: «Padre, todos los dias iré a con- fesarme.» »En efecto, desde aquel día, asistió mañana y tarde a la Misión y tuvo la inmensa satisfacción, el domingo siguiente, de recibir por vez primera el Pan de los

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