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E a A ll 126 — rido inimitable en sus labios. A menudo la solía repe- tir, cuando deseaba hacer pasar a sus amigos un rato entretenido, explicándoles cómo después de haber aprisionado en San Gaudencio a un general había marchado al asalto de un molino. Escuchémosle. «Acababan de decirme que Pierrase no había hecho la primera Comunión,y tenía más de 60 años! Era moli» nero de oficio y vivía en un molino de viento, situado en una colina cercana. Comprendiendo que para ren- dirle necesitaba sitiarlo en toda regla, tomé dos coad- jutores conmigo, a fin de impedir que se nos escapara por algún lado. Salimos una tarde en busca del ene- migo, y cuando nos acercamos a la guarida desarrollé mi plan de ataque. Los coadjutores formaban las dos alas de la columna, yo guardaba el centro, y a medida que ellos rodeaban el molino por ambos lados, yo avanzaba de frente. ¡Aquello sí que era estrategia! Avanzábamos poco a poco, estrechando con cuidado el círculo, y la vista fija en el molino. Estaríamos a unos 50 pasos de distancia, cuando de improviso sale nuestro hombre y se nos escapa ocultándose entre las malezas. Aceleramos la marcha, corrimos tras él, pero, más ágil que nosotros, desapareció entre la fron- dosidad del campo. Imposible encontrarle. » «En vano las gentes, que en gran número nos habían seguido, gritaban: ¡Pierrase! ¡Pierrase! Pie- rrase no aparecía por ningún lado. Con esto decayó el ánimo de los coadjutores, y perdiendo la esperanza de poder conseguir nuestro intento, se volvieron a la ciudad. Quedéme solo sobre el campo de batalla, y orando y mirando por todas partes, sobre todo del lado del molino, empecé a caminar sin rumbo fijo,

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