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— 124— que lo era entonces Monseñor Epivent, exclamaba conmovido a vista del gran fruto recogido por el Misionero: «Es tan grande el bien que el P. Maria Antonio ha hecho en mi ciudad episcopal, que le con- cederé gustoso cualquier gracia que me pida.» En Graulhet, departamento de Tarn, ciudad muy industrial en la que le habían profetizado un mal reci- bimiento, el intrépido Capuchino consiguió deshacer el hielo de los corazones, pudiendo escribir más tarde al dar cuenta de esta Misión: «Más de mil obreros marchaban a la cabeza del cortejo. Cuando hubo lle- gado el momento de despedirnos, postrándose todos de rodillas me rogaron con lágrimas en los ojos que no me separase de ellos. Me levantaban sobre sus robus- tos brazos y me retenían, no pudiendo apartarse de mí, y fué necesario que cuatro alguaciles, que habiendo ganado también la Misión se encontraban entre la multitud llorando a lágrima viva, nos custo- diaran, haciendo valer toda su autoridad a fin de que pudiéramos salir. Los padres del Misionero fueron testigos de aquel tierno espectáculo, y dicen que su madre lloró mucho aquella tarde, temiendo que su hijo perdiera la humil- dad. Pero nuestro Apóstol, digno hijo de tal madre, supo elevar hasta el cielo todos aquellos triunfos, en los que no veía sino prodigios de la gracia que el Señor hacía sirviéndose de él como instrumento. En Souillac fué enorme el entusiasmo con que los hombres llevaron la Cruz de la Misión el último día, y tan aficionados quedaron al Misionero, que no pudiendo separarse de él, prorrumpían en grandes aclamacio- nes. Semejante triunfo en una ciudad que llevaba

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