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e A algunas palabras alusivas a aquel deplorable aban- dono, palabras que no siendo en realidad más que la expresión del sentimiento y tristeza grande que en su alma había producido aquel suceso, fueron interpreta: das por algunos como un insulto hecho a las cenizas del muerto. Consecuencia de esto fué el que mucha gente dejase de asistir a los ejercicios de la Misión y se pro- hibiera además al Capuchino la entrada en las fábricas Aquella noche el Párroco, en cuya casa se hospe- daba el Misionero, oyó un ruido extraño en sus habi- taciones. No hizo caso al principio, mas como el ruido continuara, se dirigió sigilosamente hacia donde al parecer se producía: y ¡cuál no fué su sorpresa, al encontrar que era el P. María-Antonio, que deshe- cho en lágrimas se castigaba con áspera disciplina, a fin de implorar la gracia del cielo! El demonio salió vencido, y el pueblo, después de reconocer la inocen- cia del Misionero, volvió a emprender con mucho fer- vor el camino de la iglesia. Fué tal la concurrencia que asistió el día de Navidad a la Misa de media noche, a la que solamente los hombres fueron admitidos, que se repartieron más de 3.000 comuniones. El espec: táculo de aquella multitud varonil, dividida en grupos y disponiéndose para llevar la Cruz en la Procesión, fué de lo más impresionable que se puede imaginar. A medida que el joven Misionero adelantaba en su vida de Apóstol, iba teniendo conciencia de sus fuerzas, y su celo, cada vez más intenso, le impelía hacia extrañas aventuras. En Castelnaudary, donde predi- caba en 1869 con el P. Lorenzo de Aoste y otros Reli: giosos, se atrevió a repetir lo que había hecho San Bernardino de Sena en Italia y el Beato Diego en
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