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= 117— alta estatura. El pobre albañil, al verse en presencia del monje, se puso pálido como un cadáver.—«Le va a coger y tirar a la calle,»—repetía sin cesar la gente. Entretanto la multitud había ido engrosando y las mujeres daban gritos de espanto. El P. María-Anto- nio gesticulaba nervioso y extendía sus brazos ante el desgraciado obrero. Todos se preguntaban cómo iba a terminar aquella escena, que les tenía consterna- dos... Al poco rato se ve que el albañil baja la cabeza asomándose a sus labios una humilde sonrisa, mien- tras la mano del Padre caía en tierno ademán sobre su espalda. Entraron los dos hombres por la ventana y desaparecieron. Pasados algunos momentos el misionero salía de la casa y el albañil volvía a su tra- bajo. Toda la venganza del Capuchino había consistido en confesarle, haciéndole ver lo feo de la acción. En Navidad de 1864 terminó la misión de Albi, des- pués de haber mantenido en saludable conmoción, durante un mes, a toda la ciudad. El P. María-Anto- nio, imbuído en el recuerdo de Santo Domingo de Guz- mán y Simón de Montforte, había ido a ella como va un soldado a la guerra. Se había propuesto tomar la ciudad por asalto, y, a fin de conseguirlo, corría de un lado a otro, escalaba las buhardillas, visitaba las fábri- cas, de las cuales llegó a reclutar no sólo oyentes, sí que también algunos cantores para la Iglesia. Pero como nunca la dicha es completa en este mundo, el demonio se le atravesó en el camino causándole un pequeño incidente que apesadumbró el tierno cora- 2ón del Misionero. Había muerto un obrero durante la Misión, sin querer llamar al sacerdote para reconci- liarse con Dios. El Padre dirigió desde el púlpito
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