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— 116— Compadecido un farmacéutico al ver sus pies des- nudos, agrietados y llenos de sangre, le rogó aceptara un remedio para sus heridas.—«Con mucho gusto; ¡qué bueno es usted!» Y después que lo hubo recibido continuó:—«Ahora voy a darle yo también un reme- dio. Voy a confesarle.» Y lo confesó en la misma tienda. Nadie podía resistir a sus ruegos, tanto menos, cuanto la necesidad de ponerse bien con Dios, se dejaba sentir más en el corazón, ante aquel hombre extraordinario a quien todos tenían por Santo. ¡Con qué delicadeza se insinuaba en tales casos! No obstante, en una de las misiones, la escena pare- ció tomar al principio un sesgo algo más trágico. El Padre, siguiendo su costumbre, multiplicábase sin des: canso, ya preparando las ceremonias y procesiones, ya visitando a los enfermos, ya, en fin, sitiando hasta en su misma casa a los pecadores. Pasaba cierto día por una calle estrechia, cuando de repente un albañil que trabajaba en lo alto de un andamio le arrojó una pale: tada de mortero, que cayendo por fortuna a sus pies, no hizo más que salpicarle el hábito. Levantó la cabeza y vió allá en el tercer piso un obrero, que haciéndose el desentendido, parecía estar absorto en su trabajo. El enérgico semblante del Capuchino se iluminó de un fulgor extraño. Los testigos de la escena creyeron que la cólera hervía a borbotones en su cora: zón, y empezaron a temer algo se rio, cuando le vieron entrar aceleradamente por la puerta de la casa en construcción y subir de cuatro en cuatro las escaleras: A los pocos momentos aparece en la ventana del ter cer piso y salta sobre el maderamen del andamio, para encontrar al insultador, a quien dominaba con su
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