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— 112— Sucedió, pues, cierto día en uno de estos teatrillos, situado en la plaza del Capitolio, que el pobre Guiñol, que de ordinario terminaba matando a palos a cuan- tos se le ponían delante, siendo por esta causa per- seguido y preso por policías y aun a veces por el mis- mísimo diablo en persona, sucedió, pues, decimos, que aquella tarde, el desventurado Guiñol había cambiado de papel. Tan horriblemente apalearon al infeliz que le dejaron a punto de expirar. La mujer, que no había estado ni corta ni perezosa en manejar el palo sobre las costillas de suinfortunado marido, viéndole en tan duro trance, le exhortaba con fervor grande al arrepenti- miento, preguntándole solícita si quería antes de morir un confesor: —«Sí; respondió Guiñol con voz agoni- zante.»—«Y=¿qué confesor quieres que te busque?» —y el infeliz Guiñol responde con voz moribunda, en medio del silencio de la gente, que aguardaba ansiosa la respuesta: —«El P. María-Antonio.»—Un volcán de aplausos, risas y gritos, estalló entre la muchedumbre. —La ocurrencia de Guiñol había sido original, gracio- sísima y corrió de boca en boca por toda la ciudad, No había tenido otro objeto el bufón empresario, que provocar la risa de su auditorio, pero de todo se sirve la Providencia para llegar a sus fines; y así fué que el nombre del P. María-Antonio, pronunciado en medio de la plaza pública, tuvo un resultado impre- visto. ¿Quién era el P. María-Antonio? ¿Quién era aquel confesor tan popular y conocido, cuyo nombre con tanta espontaneidad aplaudía la gente? Tales eran las preguntas que se hacía un extranjero, que casual- mente pasaba por allí, al desarrollarse el chistoso suceso que acabamos de referir. Lo preguntó y se lo
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