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TRA A RE j ' | — 110— «La gracia obró de un modo tan repentino—dice el P. María-Antonio—que apenas nos habíamos puesto en camino, de vuelta a la ciudad, vimos a un hombre que se dirigía hacia nosotros. Era el pobre herrero. Llega, y con los ojos arrasados en lágrimas cae a mis pies ante todo el pueblo: le confesé y llegó a ser un fervoroso cristiano.» Los pueblos dela montaña le llamaron a su vez, ansiosos de oir y ver a un hombre que llenaba con su fama a todo Francia. Uno de los curas, al invitarle a que fuese a su Parroquia internada entre los bosques, le escribía con la sencillez de un campesino: «Puede usted llegar al pueblo N...; allí le estarán esperando con un borriquillo, para traerle hasta aquí. Ya me dispensará no le ofrezca mejor cabalgadura, pues en mi Parroquia no hay más que borricos,» El misionero, que era un santo alegre, había conservado esta carta y gustaba citarla en sus conversaciones. La docilidad de aquellos pueblos, separados de toda comunicación con el mundo, le llenó de admira- ción, de tal modo que escribía en su cuaderno de notas: «Acabo de llegar del país de las montañas, después de pasar algunos días entre almas que conservan todavía su inocencia y patriarcal sencillez. ¡Qué puros consuelos he sentido en medio de aquellos pueblos, perdidos en los repliegues de las montañas, sobre todo cuando tuve la dicha de vivir entre ellos, hace 34 años! Apenas los campesinos terminaban sus cantos mati- nales, cuando volvían a empezar los de la tarde. Había allí un no sé qué de sencillo, de dulce, de ino- cente, de primitivo; algo así como el balido de las ovejas, el piar de las aves o el susurro del arroyuelo,
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